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Amar a un Rey (La Saga Yorkista Libro 2) - Diana Rubino

Amar a un Rey (La Saga Yorkista Libro 2) - Diana Rubino

Traducido por José Gregorio Vásquez Salazar

Amar a un Rey (La Saga Yorkista Libro 2) - Diana Rubino

Extracto del libro

Mansión de Marchington, Buckinghamshire, 1509

“La coronación del príncipe Hal y la princesa Catalina es dentro de dos semanas, el día del solsticio de verano”, anunció Lady Margarita Pole a sus sobrinas, Topacio, Amatista y Esmeralda, mientras estaban sentadas en el solar afinando sus laúdes para un musical. “Chicas, deberían asistir. Es un evento único en la vida”.

Topacio levantó la vista, sabiendo que la última frase de su tía era para su beneficio. Miró a la matrona regordeta directamente a los ojos. “Tía Margarita, ¿cómo puedes esperar que alguna de nosotras asista a esta parodia? Después de todo lo que hemos pasado”. Las lágrimas picaron en sus ojos. “Ay, qué infancia tan desperdiciada en ese lugar desolado y embrujado, el hambre, el frío, ver a papá arrastrado encadenado…” Una punzada de dolor atravesó el corazón de Topacio. Los gritos de dolor de su madre resonaban en su mente hasta el día de hoy.

“¿Por qué?” preguntó Topacio. “¿Por qué el rey Enrique tuvo que matar a papá? Él no habría tratado de quitarle el trono. Lo único que quería hacer era tocar su laúd y cantar”.

“Simplemente porque era hijo de su padre”. Tocó un acorde menor. “No hay otra razón”.

Topacio sabía que Margarita estaba tratando de apaciguar a las jóvenes con esta simple explicación, para protegerlas de los malos pensamientos que amenazaban sus mentes inocentes. Topacio había pasado horas leyendo libros frágiles, estudiando la historia de la Corona, tratando de justificarlo todo, pero sobre todo las injusticias marcaron su herencia.

“Tu padre era un alma gentil e inofensiva. El rey simplemente tenía miedo...” Margarita vaciló, sus palabras se fueron apagando mientras tocaba su broche con nerviosismo.

“Esa fue una mala elección de palabras, tía Margarita. El rey... ¿Miedo?” Topacio soltó una risa burlona. A los catorce años, ella era la más franca de la familia, sin hacer caso de las advertencias que le hacían.

“No de esa manera... Tu padre era una amenaza para el trono, para la realeza de Enrique. Nunca hizo nada malo. Pero Enrique era el rey, y un rey puede hacer lo que quiera, como sabes”. Con un suspiro de resignación, su tía se volvió para afinar el laúd.

“Un cruel giro del destino, ¿no es así, tía Margarita?” Preguntó Amatista de doce años. “Enrique mató al rey Ricardo. Si Ricardo hubiera ganado esa batalla final, entonces Topacio ahora sería la reina. Pero Dios no lo decretó así. Así que aquí estamos todos”.

“¿Cómo puedes simplemente sentarte y aceptar todo esto?” Topacio resplandeció. “Debería haber sido nuestro padre. El trono era su derecho de nacimiento. Ese pretendiente de caramelo no tenía por qué tomarlo. Era un usurpador como su hijo, y Hal nunca será mi rey”. Los ojos color avellana de Topacio se llenaron de fuego y sus incipientes pechos se tensaron bajo su ceñido corpiño.

“No, no, Topacio”, le regañó Margarita a su sobrina mayor. “No importa lo que creas, sucedió de la forma en que sucedió, y el Príncipe Hal se convertirá en el Rey Enrique VIII la próxima semana. Y todos vamos a unirnos a las festividades”.

“Bueno, yo no iré”. Topacio se dio la vuelta y entró en el hogar vacío que se arqueaba justo por encima de su cabeza. “¿Cómo puedes, tía Margarita?” Gritó en el espacio abierto. Su voz rebotó a través del solar. “¿Cómo puedes celebrar la coronación de un rey cuyo padre mató a tu propio hermano? No quiero ser parte de esta pretensión indigna”. Golpeó la pared con los puños cerrados. “Yo debería ser reina. Ese hipócrita de Harry debería haber sido apaleado y papá coronado rey, incluso después de que mataron a Ricardo. ¡Simplemente no es justo!” Huyó de la cámara en un susurro de raso, su cabello cobrizo voló detrás de ella. Amatista se dispuso a ir tras ella, pero Margarita la agarró por la manga.

“Déjala ir, no hay nada que puedas hacer cuando se enfurece”. Ella tiró de Amatista hacia atrás.

Amatista se estremeció ante un pensamiento aterrador. Topacio le había contado una vez una espantosa historia de un prisionero torturado en el potro para sacarle una confesión. Relató el sonido de los huesos rompiéndose y la carne desgarrándose, la víctima gimiendo en una agonía insoportable mientras los guardias tensaban las cuerdas, chorros de sangre brotando de los ojos, la nariz y la boca de la víctima, goteando al suelo. Se suponía que Topacio no debía estar allí. Se había alejado de su madre mientras paseaba por las murallas y llegó a tientas a la Torre Negra. Subió una escalera de caracol y recorrió un pasillo angosto para encontrar el camino de regreso. Siguió los lamentos y se encontró en la entrada de una alcoba, iluminada por el áspero resplandor de las antorchas que se apoyaban en sus candelabros. Dos torturadores encapuchados estaban parados en cada extremo de un prisionero que yacía boca abajo, desnudo, con los brazos y las piernas estirados ante él. Dio media vuelta y huyó, pero los gritos agonizantes de la víctima llenaron sus pesadillas.

“Tía Margarita, Topacio no piensa en nada más que en esto”, dijo Amatista. “La noticia del ascenso al trono del príncipe Hal empeoró las cosas. Ella nos cuenta a Esmeralda y a mí sobre los horrores de la Torre... Los gemidos de los prisioneros hambrientos, el sonido metálico de las cadenas, el hedor de la suciedad y los excrementos corporales. Me alegro de haber sido tan pequeña cuando nos liberaron y no recuerdo nada de eso. Pero ella sí...” Amatista suspiró. “Ella lo revive, una y otra vez, transmitiéndonos todo tan claramente, como si nosotros también pudiésemos recordarlo”.

Amatista echó un vistazo a las partituras en el atril de latón frente a ella, adornadas con la clave de sol arremolinada.

Ah, la música, una mezcla curativa de concordancia y armonía. Cómo le gustaba tocar su laúd y llenar la habitación con delicados acordes. “Tía Margarita, ¿nada la hará olvidar?”

“Solo el tiempo la curará, Amatista”. La mirada de Margarita vagó por la cámara mientras tocaba acordes aleatorios en su laúd. “El tiempo, esa fuerza inmortal que no tiene principio ni fin, puede consolar y sanar como ningún médico, oración devota o poción mágica lo hará jamás. Por la mañana habrá recuperado el apetito y será la primera en la mesa del desayuno, como de costumbre”.

“Otra rabieta, espero que se le vayan quitando a medida que crezca, ya es muy mayor”, dijo Esmeralda, de diez años, sin dirigirse a nadie en particular. “Sus rabietas solían asustarme. Ahora simplemente me aburren”. Sacudiendo la cabeza, volvió a apretar las cuerdas de su laúd. “¿Significa eso que puedo cantar soprano esta noche, tía Margarita?”

El día del solsticio de verano trajo un sol deslumbrante en un cielo azul sin nubes, envolviendo Londres en calidez y la promesa de un nuevo reinado. Las puertas de la ciudad, abiertas de par en par, dieron la bienvenida a todos los ciudadanos para compartir la alegría de su nuevo monarca. Las multitudes se agolpaban en las calles estrechas y sinuosas. Ricos y pobres se deleitaban uno al lado del otro, en éxtasis ebrio del vino que fluía a través de los conductos públicos. Las canaletas fueron barridas de la suciedad habitual. Hoy no se arrojarían cubos de basura sobre ninguna cabeza. Las personas casi se caen por las ventanas del segundo y tercer piso de sus hacinadas viviendas apoyándose unos en otros.

Lady Margarita, Sabina y las niñas habían sido invitadas a la coronación, pero Topacio se quedó atrás. “Me quedaré aquí y veré crecer la hierba, cómo se pone el sol y sale la luna”, insistió cuando se le pidió por última vez que se uniera al grupo que partía hacia Londres. “Esos son actos naturales y honestos. Lo que van a presenciar es una parodia. ¡Y Dios no les sonreirá a ninguno de ustedes!” Sacudió el puño cuando los miembros de su familia y sus sirvientes entraron en sus carruajes. “Que Enrique Tudor encuentre un final tortuoso para su reinado mal adquirido, al igual que su condenado padre, el asesino”.

Topacio vio desaparecer los carruajes por el recodo del camino lleno de rodadas. “Que nunca dé a luz un heredero”, murmuró a los pájaros que cantaban.

Los carruajes rebotaban por el camino lleno de baches. “Debería haber hablado con ella, podría haberla convencido de que se uniera a nosotros”, Amatista expresó sus pensamientos sobre el ruido de los cascos, viendo la figura de Topacio encogerse en la distancia. Nadie había hecho caso a la fastidiosa parrafada de Topacio, como nadie había hecho caso a Amatista. Todos se rieron, en breves borbotones de frases a medio completar, de las espléndidas festividades que estaban a punto de presenciar.

“Me pregunto qué vestirá la reina Catalina... No he visto Londres en mucho tiempo... Escuché que la capilla de Enrique VII es simplemente magnífica...” Todo ello durante el recorrido por el polvoriento camino a Londres.

La procesión entró en la Abadía de Westminster mientras los tonos metálicos de las trompetas de los desvanes resonaban en el aire. Lady Margarita, Amatista, Esmeralda y Sabina caminaban al frente de la procesión, encabezando escuderos y caballeros con librea ceremonial, Caballeros del Baño envueltos en túnicas púrpura, seguidos por la nobleza: duques, condes, marqueses, barones, abades y obispos, en terciopelo carmesí. Los oficiales de rango siguieron: Lord Privy Seal, Lord Chancellor y una variedad de arzobispos, embajadores y alcaldes.

Amatista nunca había visto nada tan grandioso como la Abadía de Westminster. La iglesia en su acogedor pueblo de Buckinghamshire era adecuada para acomodar a los aldeanos para la misa, pero era simple y modesta, necesitaba reparaciones, una mera repetición de su propio entorno austero. La Abadía de Westminster era la puerta de entrada al cielo mismo. Ella juró caminar por la Capilla de Enrique VII y rendir homenaje a su difunto rey, arrodillarse en uno de estos espléndidos altares y orar por su hijo, su nuevo rey.

Algún día volveré aquí, ella prometió. Debo hacerlo…

El pequeño grupo ocupó sus asientos a lo largo del pasillo norte, frente a la gran nave, donde el rey y la reina harían su entrada. Amatista agarró una silla del pasillo para tener una vista sin obstrucciones de este evento único en la vida y de Enrique. Su imagen de él estaba clara en su mente, de las muchas veces que la tía Margarita habló de él... El pelo llameante que enmarcaba su mirada inteligente, el andar elegante de su paso, como un potro que corre sobre el paisaje, ese era el Príncipe Hal. También un músico talentoso, dotado de una melodiosa voz de canto, era un virtuoso del laúd, un maestro del órgano y la flauta dulce. ¡Ah, participar en un interludio musical con el rey! Amatista se entusiasmó con la idea. Para tocar sus laúdes y entrelazar sus voces en armonía concordante... Ella se alejó mentalmente en un torbellino de festividades de la corte, envuelta en un ondulante vestido de raso, descendiendo de un carruaje en las puertas del palacio, participando en el elegante baile y el suntuoso banquete, haciendo una reverencia ante su rey... Tal vez en una fecha posterior sería realidad, tal vez...

Por un instante pensó en Topacio y en todas las cosas odiosas que había estado diciendo sobre los Tudor toda su vida. Amatista nunca había conocido a su padre, el hombre que Topacio tan descaradamente defendió, contándoles tantas veces lo sucedido aquel día, repitiendo cada detalle. Amatista prestaba atención cada vez que Topacio recitaba la línea de sucesión, y estudiaba los diagramas de su hermana garabateados en el pergamino.

Danza Si Puedes - Un Diccionario De Batallas Escocesas - Malcolm Archibald

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Coronada Por El Amor (La Saga Yorkista Libro 1) - Diana Rubino

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