Asesinato en Myrtle Bay (Misterios de Ruth Finlay Libro 1) - Isobel Blackthorn
Traducido por Tomas Ibarra
Asesinato en Myrtle Bay (Misterios de Ruth Finlay Libro 1) - Isobel Blackthorn
Extracto del libro
—El puesto de Tupperware está arriba —dijo, señalando el edificio alargado de la fábrica—. Justo en la parte de atrás.
Doris estaba ansiosa por ponerse en marcha. Creía que alguien más le arrebataría la tapa que estaba buscando. Una tapa para su cuenco naranja. Había llamado antes para asegurarse de que el dueño de la tienda tenía una. La viejecita siempre tenía que encontrar una razón válida para ella, para sus acciones. Le seguí la corriente. ¿Qué buen vecino no lo haría? Pero ya me estaba arrepintiendo de haberla invitado.
—Solo una foto más de la pérgola —insistí.
Los jardines eran una característica esencial de la fábrica Goodfellow. Estábamos en el extremo occidental, cerca de la entrada principal del mercado. La pérgola constaba de vigas de madera pintadas de rojo brillante, colocadas sobre columnas blancas de estilo dórico. Debajo, dos filas de bancos de colores brillantes flanqueaban un sendero del jardín.
Doris fue y se apoyó en una de las columnas.
— ¿Quieres que pose?
Hizo una mueca pícara.
«No, no quiero que poses». No valía la pena decirlo. De todos modos, ella posó.
Clic, clic, clic.
Era un día soleado y quería aprovechar el cielo despejado. Detrás de nosotros, hacia el este, la escultura de la azotea, una enorme oveja que miraba hacia Myrtle Bay, se veía más icónica que nunca contra ese fondo azul. Luego estaba el propio jardín ornamental. Era el final de la primavera y los macizos de flores eran un derroche de color. Los jardines estaban inmaculados, las exhibiciones tan pulcras, y había decoración acuática, rocallas y esculturas que admirar. Y decoración artística. Tenía que admitir que me encantaban los jardines bonitos. Cuando "Estilo de vida sureño" me invitó a escribir un artículo de seis páginas sobre la fábrica aproveché la oportunidad de escribir un artículo en mi propio patio trasero. No había necesidad de investigar y no había necesidad de viajar. Una ventaja.
La fábrica solía hacer pantalones y trajes de lana, y tenía bastante historia, una en la que había comenzado a profundizar, pero ese día estaba allí para centrarme en el presente, ya que un par de décadas después del cierre de la fábrica, parte de ella se transformó en un mercado de antigüedades y objetos coleccionables. Un gran atractivo turístico. Y si quería hacerle justicia al lugar, necesitaba algunas buenas fotografías.
Tomé varias más y luego una nube errática se deslizó frente al sol, llevándose consigo gran parte del calor que había estado disfrutando. Al ver que la paciencia de Doris se había agotado, metí la cámara en mi bolso. Parecía bastante impasible. Pero abría y cerraba los puños. Era algo que hacía cuando se sentía reprimida. Me acerqué a ella y le di un codazo.
—Ven.
—Lo más probable es que ya no esté —dijo con amargura.
No pude evitar soltar una pequeña carcajada.
— ¿Pero quién la podría comprar?
—Para empezar, cualquiera de esas personas —agitó la mano hacia una multitud de turistas que salían de la fábrica—. Sin mencionar a cualquiera que salga por atrás.
—Apuesto a que a ninguno de ellos le gusta el Tupperware. Este grupo no parece de ese tipo.
— ¿Cómo lo sabes?
—Confía en mí. Lo sé.
—No puedes saberlo.
Podía. Casi nadie en mi generación había oído hablar de Tupperware. Le di otro codazo.
—Café y tarta, después. Yo invito.
Eso la animó.
— ¿En Las Tartaletas?
—Dónde más.
La dejé tomar la iniciativa. Era delgada para su edad, menuda y vivaz, largo y espeso cabello plateado atado en una cola de caballo, los mechones alrededor de su rostro recogidos con una diadema teñida. Se vistió para la ocasión con pantalones harem y una gruesa sudadera negra con capucha, la vestimenta era completada con un par de zapatillas color turquesa pálido. Siempre hubo un toque teatral en Doris Cleaver.
Cuando entramos por las puertas de vidrio, noté el descenso repentino de la temperatura y comencé a codiciar su atuendo. Tuve que parar y reacomodar mi bufanda (nunca iba a ninguna parte sin una), ajustando la tela alrededor de mi cuello antes de abrocharme todos los botones de mi delgada chaqueta de algodón. Había olvidado lo frío que podía llegar a estar el mercado aún en un día cálido y Doris tenía tanta prisa que me había olvidado de ponerme un cárdigan.
— ¿Estás bien? —dijo con preocupación cuando se detuvo repentinamente delante de mí y se dio vuelta.
—Estaré bien.
Aunque, mis manos ya estaban heladas.
¿Era esta peculiaridad de mi naturaleza la que me predisponía a apreciar las peculiaridades de los demás? Tal vez. Sabía que no lo tenía fácil al ser susceptible al frío. No en la costa de Escocia, donde los vientos te acuchillaban y el invierno se prolongaba el doble de lo que se podía esperar. Mamá siempre había dicho que yo pertenecía a los trópicos.
Continuamos hasta la recepción por un pasillo ancho y alfombrado. El gran y antiguo escritorio de madera, estaba colocado al frente de un pequeño entresuelo entre los dos niveles del edificio. Detrás del escritorio, el entresuelo estaba alineado en la parte trasera y los costados con armarios llenos de cajones y estantes abiertos; ninguno de los muebles superaba la altura de la cintura, lo que permitía a quienquiera que estuviera trabajando inspeccionar gran parte del nivel inferior. A la izquierda del escritorio, las escaleras conducían al piso superior. Al frente, una rampa conducía al piso de abajo.
La fábrica fue construida en la década de 1940 después de la Segunda Guerra Mundial y era una especie de mezcolanza. Había varios edificios que albergaban áreas de corte, pisos de costura y un comedor. Se había añadido una fachada sencilla al frente de la estructura principal. El mercado estaba ubicado en el edificio original en lo que habían sido las oficinas arriba y las áreas para maquinistas abajo. Detrás de lo que se había convertido en la recepción del mercado, un patio central permitía a los que estaban en el nivel superior inspeccionar la actividad del piso inferior. En general, era el lugar perfecto para un mercado de artículos de colección. El lugar era cavernoso, y la sensación industrial realzaba el denso revoltijo de artículos en exhibición en puesto tras puesto.
Una peculiaridad del diseño era que la pendiente de la rampa comenzaba antes del escritorio, lo que causaba que cualquiera que estuviera parado en el frente esperando a ser atendido se sintiera un poco incómodo.
Joe estaba de servicio como dijo. Todos los dueños de los puestos hacían su trabajo, pero como arrendatario, Joe también tenía un papel de supervisor. Le gustaban las guitarras, los juguetes antiguos y todo lo relacionado con la década de 1950. Al ver que nos acercábamos, sonrió. Tenía una cara grande y redonda que iba bien con su físico y su personalidad, y siempre me había agradado.
—Elegiste un buen día —dijo.
Me entregó un gran sobre de papel manila, hojeé el contenido y lo encontré repleto de fotocopias de recortes de prensa junto con fotos, cartas antiguas y extractos de diarios. Complementos para mi artículo.
—Hazme saber si necesitas algo más.
—Estoy bastante segura de que será suficiente, gracias.
Reacomodé el contenido de mi bolso para hacer espacio para el sobre. Doris estaba a punto de subir las escaleras cuando Bob subió pesadamente por la rampa. Pasó detrás de nosotros y se paró junto a Joe detrás del escritorio. Bob, un hombre calvo de sesenta y tantos años, era un colaborador cercano de Joe, el tipo de hombre que siempre estaba dispuesto a echar una mano cuando era necesario.
Puso ambas manos sobre el escritorio, los dedos bien abiertos, se inclinó hacia adelante y dijo:
—Hola, Doris.
—Bob.
Ella le dirigió una mirada superficial antes de volverse hacia mí.
— ¿Nos vamos?
Guardé silencio. Me sentí avergonzada al instante. Podía ser demasiado taciturna cuando quería. Bob era miembro del comité de senderos del cual Doris fue fundadora y presidenta. No siempre estaban de acuerdo. Y Doris no era de las que ocultaban su irritación. Además, estaba más ansiosa que nunca por conseguir su tapa. En lo que a mí respecta, nada de eso excusaba su brusquedad.
Doris dirigió su mirada al escritorio y esperó. Bob se irguió con aparente expectativa. Joe rodaba un bolígrafo de lado a lado sobre el escritorio. Nadie parecía saber qué decir a continuación y se hizo un silencio incómodo. Lo rompí sugiriendo a Doris que fuéramos a echar un vistazo abajo.
Ella no se movió.
—Iré yo —dije—. Aquí no hay nadie.
—Hay algunas personas —dijo Joe.
—Iré a por ella —replicó Doris.
Le toqué el hombro cuando estaba a punto de irse al Tupperware.
—Eh, no. Es mejor permanecer juntas.
—Podría alcanzarte en el coche. Mejor aún, en la otra entrada ya que el coche está aparcado por ahí.
—Doris.
—Hoy no podrás —dijo Joe—. La salida posterior está cerrada. Tenemos poco personal y hemos tenido problemas con la puerta. De hecho, Brad debe estar ahí abajo arreglando la cerradura mientras hablamos.
—Podrían encontrarse aquí mismo —dijo Bob, encantado con la creciente agitación de Doris. Me miró y me guiñó un ojo—. Cuidaremos de ella.
—No soy una niña —dijo Doris con amargura.
Joe parecía un poco desconcertado y Bob parecía al borde de la risa.
—Si te vas, Doris, hay muchas posibilidades de que no te encuentre —le dije.
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