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Asesinatos y Misterios Inesperados en los Pirineos (Muerte en los Pirineos Libro 1) - Elly Grant

Asesinatos y Misterios Inesperados en los Pirineos (Muerte en los Pirineos Libro 1) - Elly Grant

Traducido por Marcos David Castillo Ojeda

Asesinatos y Misterios Inesperados en los Pirineos (Muerte en los Pirineos Libro 1) - Elly Grant

Extracto del libro

Su muerte se produjo rápida y prácticamente de forma silenciosa. Sólo tardó unos segundos en tambalearse y arañar en el aire, por así decirlo, antes de que se produjera el inevitable golpe cuando él cayó al suelo. Aterrizó en el espacio frente a la ventana del dormitorio del apartamento del sótano. Como nadie estaba en casa en ese momento y como el piso estaba realmente por debajo del nivel del suelo, él podría haber pasado desapercibido, sino fuera por el insistente, huesudo  y viejo poodle, que ladraba  mucho, que le pertenecía a la  Señora (Madame) Laurent, quien igualmente era vieja y huesuda, por cierto.

De hecho, todo en la ciudad continuaba con normalidad por unos instantes. Los maridos, que habían sido enviados a recoger los panes baguettes para el desayuno, se habían detenido, como de costumbre, en el bar para disfrutar de una copa habitual de anís típico del lugar y charlar con el dueño y otros clientes. Las mujeres se reunieron en la pequeña plaza al lado del río, donde funcionaba el mercado diario de productos, para regatear frutas, verduras y miel antes de pasar la fila de la carnicería para elegir la carne para sus cenas.

Sí, ese día comenzó como cualquier otro. Era una mañana fría y fresca de febrero, y el cielo era de un azul brillante y claro como lo había sido cada mañana desde el comienzo del año. El cóctel amarillento, Mimosa, brillaba radiantemente bajo el sol de la mañana del verde oscuro de los Pirineos.

Poco a poco, la noticia se filtró en la carnicería y en la fila de las mujeres que esperaban que el primer cordero primaveral de la temporada siguiera su camino en el mostrador del carnicero, y todos querían una parte de eso. La conversación cambió de tema a: si es que  la señora Portes cultivó efectivamente las coles de Bruselas y después las vendió en su puesto. O si simplemente las compró en el supermercado en Perpiñán y luego las revendió a un precio más alto, suponiendo si habría o no suficiente cordero para que alcance para todos.  Un eminente pánico se apoderó de la fila de mujeres, de solo pensar que allí no habría suficiente ya que ninguna de ellas quería decepcionar a su familia. Eso sería inaceptable en este pequeño centro turístico pirenaico, como en esta pequeña ciudad, como muchos otros en la zona, el lugar de una mujer como ama de casa y madre era apreciado y respetado. Aunque muchas tenían trabajos fuera del hogar, su responsabilidad con su familia era primordial.

Sí, todas siguieron su rutina habitual hasta que la sirena sonó, dos veces. La sirena era una reliquia de la guerra que nunca había sido dada de baja aunque la guerra hubiera terminado hace más de medio siglo. Se mantenía como un medio para llamar a los bomberos, que no eran sólo los bomberos locales, sino también los paramédicos. Se utilizaba un toque de la sirena cuando había un pequeño accidente de tráfico o si alguien se enfermaba en la ciudad pero con dos toques era para avisar sobre algo extremadamente grave.

La última vez que hubo dos toques fue cuando Jean-Claude, una persona muy ebria, disparó accidentalmente contra el señor Reynard cuando lo confundieron con un jabalí. Afortunadamente, el señor Reynard se recuperó, pero aún le quedaba un pedazo de bala en la cabeza que le hacía entrecerrar los ojos cuando estaba cansado. Esto sirvió como un aviso a Jean-Claude de lo que él había hecho mientras que él tenía que ver al señor Reynard todos los días en el jardín de los cerezos donde ambos trabajaban.

Al oír dos toques de la sirena, todos se detuvieron  en el acto y todo pareció haberse detenido. Un silencio cayó sobre la ciudad mientras la gente se esforzaba por escuchar los estridentes sonidos de los vehículos de emergencia que se aproximaban. Algunos estiraron sus cuellos hacia el cielo con la esperanza de ver llegar el helicóptero de la policía de Perpiñán y, mientras todos estaban sorprendidos de que algo grave había ocurrido, también estaban emocionados por la perspectiva de las emocionantes noticias de última hora. Poco a poco, el parloteo se reanudó. Se olvidaron de las compras y el mercado fue abandonado también. La carnicería fue dejada sin vigilancia mientras que su dueño siguió a la multitud de mujeres que se abrían paso hacia la calle principal. En el bar, todos se tragaban apresuradamente los vasos de anís en vez de tomarse un sorbo mientras corrían para ver qué había pasado.

Además de los policías y los bomberos, un grupo grande y bastante confuso de espectadores llegó al exterior de un edificio de apartamentos que era propiedad de una pareja inglesa llamada los Carter. Llegaron a pie y en bicicleta. Trajeron parientes ancianos, niños de preescolar, cochecitos de niño y las compras. Algunos incluso trajeron a sus perros. Todos echaban un vistazo, miraban fijamente y charlaban entre sí. Era como una fiesta sin los globos o serpentinas.

Hubo un ruido junto con una excitación nerviosa cuando la policía de la ciudad vecina más grande comenzó a acordonar la zona con cinta cerca del edificio de apartamentos. Se le informó claramente al señor Brune, que contuviera a su perro, ya que seguía corriendo hasta donde se encontraba el cadáver y contaminaba la zona en más de una forma.

Una mujer delgada que llevaba un vestido de lino arrugado estaba sentada en una silla en el jardín pavimentado del edificio de apartamentos, justo dentro del cordón policial. Sus codos descansaban sobre sus rodillas y ella sostenía su cabeza en sus manos. Su cabello lacio y castaño le colgaba de su rostro. De vez en cuando ella levantaba el mentón, abría los ojos y abría la boca para respirar como si estuviera en peligro de asfixiarse. Todo su cuerpo temblaba. La señora Carter, Belinda, no se había desmayado, pero estaba cerca de hacerlo. Tenía su piel sudorosa y con una palidez gris. Sus ojos amenazaban en cualquier momento retroceder y girar en sus órbitas y borrar el horror de lo que acababa de presenciar. 

Ella estaba siendo sostenida por su marido, David, quien estaba claramente sorprendido. Su altura se hundía como si sus delgadas piernas ya no pudieran sostener su peso y él seguía sacando las lágrimas de su rostro con la parte de atrás de sus manos. Se veía aturdido y, de vez en cuando, se cubría la boca con la mano como si tratara de controlar sus emociones, pero estaba completamente agobiado por eso.

El ruido de la multitud se hizo más fuerte y más exaltado y abundaron palabras como "accidente", "suicidio" e incluso "asesinato". Claudette, la dueña del bar que estaba al otro lado de la calle del incidente, entregó la silla en la que Belinda estaba sentada ahora. Ella se dio cuenta de que estaba en una posición muy privilegiada, estando dentro del cordón policial, así que Claudette se quedó cerca de la silla y de Belinda. Ella dio una palmadita a la parte de atrás de la mano de Belinda sin prestar atención, mientras trataba de oír los sabrosos datos de la conversación para transmitirles a su extasiada audiencia. El día se estaba convirtiendo en un circo y todos querían ser parte del espectáculo.

Finalmente, llegó un equipo de especialistas. Había detectives, oficiales uniformados, secretarios, personas que se ocuparon del reporte forense e incluso de un adiestrador de perros. La pequeña oficina de policía no era lo suficientemente grande para tenerlos a todos ahí, así que ellos tomaron un salón en la Mairie, que es nuestro ayuntamiento.

Les tomó tres días a los detectives tomar declaraciones y hablar con las personas que estaban presente en el edificio cuando el hombre, llamado Steven Gold, se cayó del mismo. Tres días comiendo en los restaurantes locales y bebiendo en los bares para el deleite de los propietarios. Supuse que estas pocas personas privilegiadas tenían cuentas de gastos, una facilidad que la policía local no disfrutaba. Asumí que mis impuestos duramente ganados, pagaron por estas cuentas pero ningunos de mis supuestos compañeros me pidió que me uniera a ellos. 

Ellos estaban siendo acosados constantemente por miembros de la población e interrogados para que les brinden información. De hecho, todos en la ciudad querían ser sus amigos y ser parte de un secreto que podían transmitir a otra persona. Había una ola de excitación sobre el lugar que yo no había experimentado durante mucho tiempo. La gente que no había asistido a la iglesia durante años de repente quería hablar con el sacerdote. El médico que se había ocupado del cadáver tenía la agenda completa. Y todo el mundo quería invitarme un trago para así poder hacerme preguntas. Pensé que nunca acabaría. Pero así pasó. Tan pronto como había comenzado, todo el mundo empacó sus cosas, y luego se fueron.

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