Ángel Intrépido (La Serie Del Ángel Libro 2)
Traducido por Marina Miñano Moreno
Resumen del libro
Stephanie, tras tres años en un psiquiátrico, se muda a Nueva Orleans para reiniciar su vida. Una advertencia familiar la empuja a desentrañar oscuros secretos con la ayuda de un aliado inesperado. A medida que surgen enemigos, descubre su verdadera naturaleza y debe luchar para prevalecer en un mundo que la rechaza.
Extracto de Ángel Intrépido (La Serie Del Ángel Libro 2)
Sally cumplió con su amenaza.
La Corte Suprema de Justicia me declaró culpable de los tres asesinatos por los que me habían acusado. Mi vida se fue a la mierda antes de que pudiera declarar ser inocente. Me habían tendido una trampa.
La noticia no tardó en aparecer en los periódicos nacionales con titulares como:
Adolescente llevada a la locura
Stephanie Ray Collins se convierte en asesina en serie al dejar un rastro de muertes a su paso.
Afirmé ser inocente, pero, quién sabe cómo, el Estado contaba con pruebas irrefutables en mi contra, o eso aseguraban. En mi opinión, se lo habían sacado todo de la manga.
Sin embargo, según los funcionarios del Estado que se encargaron de dirigir aquel juicio de brujas, se trataba de un caso fácil. Y yo, siguiendo los consejos de mi abogado de mierda, Bernard Valdez, declaré no impugnar las acusaciones. Valdez me prometió que, si no negaba las acusaciones, el Juez Xavier LaMotte se apiadaría de mí y reduciría mi condena. A pesar de que mi instinto me sugería lo contrario, confié en su palabra y caí directa en las manos del diablo.
Por irónico que parezca, la fiscalía afirmó que la suerte estaba de mi parte. Dadas las circunstancias, puesto que había estado viviendo con la enloquecida mujer que había asesinado a mi padre, Janet Dubrow, la psiquiatra del tribunal, determinó que simplemente me había venido abajo y que había cometido un… crimen pasional, por así decirlo.
Conforme mi destino caía en las manos implacables de los funcionarios, la fiscalía del Estado me acusó como menor, por el asesinato de Charles Dodson, el exnovio de mi madre.
Me resultó inconcebible que el sistema judicial pensara que una niña de diez años pudiera ser capaz de cometer un delito tan atroz como había sido rajarle la garganta a un hombre de oreja a oreja.
Charles medía más de un metro noventa y pesaba más de noventa kilos. Me acusaron del delito, a pesar de que hubiera sido prácticamente imposible que una niña, que por aquel entonces pesaba menos de cuarenta y cinco kilos y medía la mitad de su estatura, hubiera podido llevar a cabo un ataque tan efectivo.
Aun así, ocho años más tarde, el Estado contaba con pruebas que habían aparecido milagrosamente de la nada. Utilizaron un razonamiento débil y surrealista. No obstante, la fiscalía aseguró contar con pruebas perjudiciales en mi contra. Pero todas sus acusaciones estaban basadas en cuentos de hadas. El titular de las noticias nacionales anunció que la policía había encontrado una bolsa que contenía mi ropa, cubierta de sangre, y un cuchillo con mis huellas dactilares escondida en el armario de Sara. Sin embargo, cuando desempaqué sus cosas, no había encontrado ninguna bolsa. Simplemente, esa bolsa no existía. En ese momento, supe que el juicio justo sobre el que había leído, no se iba a dar en mi caso. Supe que la justicia había salido por patas y que tendría que enfrentarme sola contra el diablo.
Cualquier prueba fundamental que demostrara mi inocencia pasó desapercibida delante de sus sucias narices. Mi abogado, Bernard Valdez, la Fiscalía Estatal, Laurent Marcos y la juez LaMotte pasaron por alto que, mientras estaban asesinando a Charles, yo estaba en el colegio, sentada en la primera fila, a plena vista.
No obstante, los espectaculares, pilares de la sociedad, miraron hacia otro lado e ignoraron cualquier dato que pudiera haber restituido mi buen nombre.
Estaba segura de que varios de los Illuminati, además de Edward Van Dunn, el tío de Aidan, eran los responsables de mi mala suerte. Lo que más me costaba aceptar era que mi madre, Sara, hubiera tomado parte en aquella atrocidad. Sara no había tenido ningún problema en ocultarme miles de secretos, pero pensar que el dinero había sido su motivación, me resultaba increíble.
Se me revolvía el estómago con amargura cada vez que consideraba lo fácil que le había resultado a mi propia madre arrojarme a los lobos por un par de monedas. Infortunadamente, su plan diabólico no le había salvado la vida, y había muerto antes de tener la oportunidad de regodearse en su riqueza.
Me libré de una condena por los asesinatos de Francis Bonnel y Sara Collins, mi madre, con una defensa por demencia. Aun así, era consciente de que podía haber ido mucho peor, y ese pequeño hecho lograba calmar mis pesadillas, en cierto modo.
En cierto modo.
El juez federal me condenó a vivir el resto de mis días en el hospital Haven, situado a las afueras de Bayou L'Ourse[1], un psiquiátrico para personas violentas y criminales dementes, sin posibilidad de adquirir la libertad condicional.
Me convertí en la persona más joven en la historia en ser considerada asesina en serie y la segunda mujer acusada como tal. La primera mujer fue ejecutada en una cámara de gas. Supongo que, aunque pareciera una locura, la suerte sí que estaba de mi parte.
Entonces, inesperadamente, aquella nube oscura se disipó, y mi pesadilla cesó, o eso parecía.
Durante tres años, el Sistema Judicial Federal me había considerado una amenaza para la sociedad. Habían decidido mantenerme encerrada para siempre, hasta que, en mi vigésimo primer cumpleaños, la Corte de Apelaciones del Quinto Circuito revocó mi condena, me absolvieron de todos los cargos y pusieron en marcha la orden de libertad. Retiraron todos los cargos misteriosamente. Yo sabía mejor que nadie que todo aquello era una estupidez, pero lo aceptaría con tal de salir de este infierno.
Me desperté por la mañana con los papeles reposando junto a mi cabeza. Me habían absuelto de todos los cargos.
Y, como en efecto dominó, todo comenzó a tener sentido de nuevo. Los fiscales habían presentado una moción para retirar los cargos gracias al testimonio del psiquiatra que decía que yo había mostrado una gran mejora debido al tratamiento. Extrañamente, no podía recordar haber hablado con el buen médico. Luego, por extraño y peculiar que pareciera, la Junta de Indultos y Libertad Condicional de Luisiana revocó los cargos, alegando que yo ya no representaba un peligro, ni para los demás, ni para mí misma. Me pareció increíble cómo, convenientemente, habían tomado esta decisión años más tarde.
Estaba más claro que el agua que tanto la Junta como yo sabíamos que todo había sido una farsa. Me habían tendido una trampa. Yo no era más que mera masilla en sus viles manos y no había nada que pudiera haber hecho para detenerlos. Ni siquiera un ángel tenía ese tipo de poder.
Si los Illuminati querían ir por ti, te enterraban en lo más profundo de la tierra, donde no hay no vuelta atrás hasta que cambian de parecer. La orden tenía la sartén por el mango. Si te querían muerto, estabas perdido. Jugaban a ser Dios, porque lo eran.
Cierto día, bien temprano por la mañana, las puertas del reformatorio se abrieron. Una brisa fresca me alborotó el cabello y atisbé el sol asomándose sobre el horizonte.
No había olfateado el aire fresco, ni visto la luz del sol en tres largos años. Inhalé el aire fresco y saboreé el dulce sabor a miel.
Los suaves rayos de sol calmaron mi pálido rostro, mientras la libertad acariciaba mis labios secos y agrietados.
Entonces, la realidad me golpeó como un tren a mil por hora; no tenía ni idea de a dónde ir. No tenía a nadie a quién llamar. Estaba sola y desamparada.
Pero no me importaba porque era libre.
Me abrí camino lentamente, un paso tras otro, hacia la puerta de salida. Moverme me resultaba difícil y doloroso. Cada una de las articulaciones de mi cuerpo gritaba en agonía. No recordaba la última vez que había salido a dar un paseo. Durante mi estancia en Haven, no se me había permitido salir de mi celda. Además, teniendo en cuenta la dosis diaria de drogas que me habían administrado, no me había apetecido nada socializar y mucho menos estar sentada o incluso de pie sin ayuda.
Sospechaba que el personal médico había querido que permaneciera incapacitada. Seguramente temían no poder retenerme. Al fin y al cabo, me consideraban un peligro para la sociedad y para mí misma. Por lo que me habían tenido encerrada en la oscuridad, olvidada y alejada del resto del mundo. Era como si me estuvieran escondiendo.
No me sorprendí cuando empecé a tener alucinaciones, ya que me habían convertido prácticamente en una farmacia andante. Había pasado la mayor parte del tiempo en un estado de confusión. Discernir entre la realidad y el delirio se había vuelto de lo más complicado. El doctor Phil Good se había asegurado de que así fuera. No obstante, no me había resultado difícil vivir así, sin pensamientos, ni deseos, dado que por dentro ya estaba muerta. Incluso me había odiado a mí misma por no tener las agallas suficientes como para dejar de respirar.
Aunque había querido estirar la pata, había algo en mi interior que me obligaba a seguir con vida o, al menos, a respirar.
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