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Brooklyn Salvaje - Andy Rausch

Brooklyn Salvaje - Andy Rausch

Traducido por Natalia Steckel

Brooklyn Salvaje - Andy Rausch

Extracto del libro

Joe D'Amato era un matón de poca monta, que nunca soñó con ser algo más. Tal vez un matón de los grandes, pero nada más allá de eso. Robaba coches y los vendía a los desguaces, robaba camiones llenos de televisores, vendía entradas falsas de los Giants, cosas así. Cualquier cosa que pudiera hacer para ganar dinero. Su vida no era glamorosa, pero era la suya. Llevaba más de dos décadas trabajando para la mafia. No era un tipo de alto perfil ni un soldado. Era un tipo que hacía todo lo que se le pedía y nunca causaba problemas a nadie. Cuando la gente veía películas sobre mafiosos, solo veía a los tipos que golpeaban gente o que tenían puestos de alto rango como jefe o capitán. La mayoría de los civiles ni siquiera sabía que existían tipos como Joe. Pero la verdad era que tipos como él eran el corazón de la mafia. Sin tipos como Joe, no habría mafia.

       Joe era un tipo de aspecto medio, un metro setenta, pelo negro con cola de caballo y una perilla ligeramente torcida. Siempre tenía barba de un día y estaba un poco panzón. Acababa de cumplir cuarenta años y, para disgusto de su madre, nunca se había casado. Se veía a sí mismo como un lobo solitario que no podía ser domesticado. La verdad era que las mujeres no estaban muy interesadas en su compañía, y él no estaba muy interesado en la de ellas. Por eso, frecuentaba el prostíbulo de Dino DeSantis, en Midwood. Era un barrio predominantemente jasídico de clase media, y todo el mundo sabía lo que ocurría en el piso superior del Golden Palm Lounge, pero nadie decía nada. Eso se debía a que Dino mantenía sobornada a la Policía, y los vecinos estaban demasiado asustados para decir algo, o ellos mismos eran clientes.

       Joe trabajaba un par de noches a la semana como portero en el Palm como un trabajo extra y le pagaban con polvos gratis. Era un buen trato, y mantenía a todos contentos. No había demasiados problemas en el local, ya que todo el mundo sabía que estaba protegido por la mafia, y cuando los había, Joe los manejaba con alegría y facilidad. A sus ojos, el trabajo era un doblete: conseguía darle una paliza a la gente y conseguía suficientes polvos para mantenerse bien. Además, bebía gratis.

       Esa noche había sido un martes de finales de septiembre sin incidentes, y el negocio había sido normal. Había habido un puñado de clientes en el piso de abajo y manos llenas de penes en el de arriba. No había habido problemas, y Joe había pasado su turno sentado en la barra escuchando canciones en la gramola y hablando con Frank, el barman. Tras el cierre, había recibido su paga con veinte minutos de servicio completo por parte de Dallas, la tipa hispana que había sido su favorita esos últimos meses. Cuando tenían sexo, Joe no se hacía ilusiones de que a Dallas realmente le gustara ni se preocupara por él, pero al menos era cordial, que era más de lo que podía decir de algunas de las otras. Pero lo entendía, realmente lo entendía. Solo era un trabajo para ellas, y un trabajo era un trabajo. No había necesidad de que las chicas se convirtieran en amigas por correspondencia ni en mejores amigas de él. Si él hubiera estado en su lugar, también habría entrado, habría hecho el trabajo y habría salido. Las chicas eran, en cierto modo, como Joe: pequeños engranajes en una gran máquina de hacer dinero. Al final, todos terminaban jodidos por la jerarquía de la mafia, solo que de diferentes maneras.

       El viejo Camaro color óxido de Joe había muerto de una vez por todas, por lo que tuvo que aceptar un viaje a casa con Frank. Al principio, había parecido un buen trato, pero luego, cuando estaban en el coche, Frank le comentó que tenía que hacer un recado. Joe respondió que estaba bien, y se pusieron en camino. Pero, unos minutos más tarde, Frank anunció:

       —Hay un cabrón que me debe dinero. Necesitaré que te quedes y parezcas un tipo duro. Estate ahí para respaldarme.

       Joe lo miró con no poca irritación.

—Me pagan por hacer eso, ¿sabes? ¿Me pagarás?

       Cuando quedó claro que Frank no pagaría y que Joe no lo respaldaría, Frank se enfadó y lo dejó a un par de kilómetros de distancia.

       —¿Cómo se supone que llegaré a casa, estúpido bastardo?

       —Que me aspen si me importa —espetó Frank, justo antes de alejarse.

       Así que Joe estaba a unos ocho kilómetros de su apartamento. Sin coche y sin dinero, no tenía más remedio que caminar. Pero a la mierda, pensó Joe. Necesitaba el ejercicio. Había desarrollado una pequeña barriga, y recientemente, había leído que el ejercicio no solo era bueno para el cuerpo, sino también para la mente. Así que allí estaba, caminando por las oscuras callejuelas de Brooklyn, alternando entre fumar Pall Malls y silbar una vieja melodía de Sinatra.

       Había llovido un rato antes, y las calles estaban resbaladizas y brillantes bajo las farolas. Las calles estaban vacías, pero Joe oía el tráfico a lo lejos y, de vez en cuando, veía algún coche que cruzaba las calles más adelante. No vio a nadie en sus patios ni caminando. Estaba solo, y eso le gustaba. A veces, quería estar solo con sus pensamientos. Algunos eran buenos, como recordar el dulce culo de Dallas apretado contra su pene, y otros no tanto, como darse cuenta de que era un fracaso en casi todos los aspectos de la vida. Pero lo sabía desde hacía mucho tiempo. Había intentado decirse a sí mismo lo contrario, pero lo sabía. Se decía que estaba viviendo exactamente la vida que quería vivir, pero era mentira. Aunque no tenía ambiciones de ser mucho más que lo que era, siempre había querido ser rico de algún modo. El hecho de que no tuviese ni idea de cómo conseguirlo era, en gran parte, la razón de que nunca hubiera sucedido. Así que se convirtió en un mafioso, como su padre.

       Todavía recordaba la charla que su padre había tenido con él justo después de que había abandonado la escuela: estaban sentados en el porche bebiendo Michelobs, y su padre lo había mirado directamente a los ojos.

—Esta vida mía no es tuya. No tiene que serlo, Joe.

       Joe lo había mirado.

—¿Qué quieres decir?

       —Solo porque yo sea un mafioso no significa que tú tengas que serlo también. Quiero algo más para ti. Quiero que hagas que tu madre esté orgullosa. A ella no le gusta esta mierda.

       —Bueno, ¿qué sabe ella?

       Su padre había levantado la mano como si fuera a darle una bofetada.

—No le faltes el respeto a tu madre. Ella sabe mucho. Sabe mucho más de lo que crees. Esta vida... mastica a los hombres como nosotros y luego nos escupe. «A veces» es una buena vida, pero la mayoría de las veces es mala, de punta a punta. No quiero que seas como yo. Quiero que seas como...

       —¿Quién? —había preguntó Joe—. ¿El tío Sal?

       —Tu tío es un buen hombre —había señalado su padre—. Tiene su propia tienda de comestibles. Hace su dinero de la manera correcta. De forma limpia. Eso es respetable, Joe. Esta vida... «mi vida» ... no es para ti─. Su papá lo había mirado a los ojos y le había hecho prometer que nunca se convertiría en un mafioso. Y Joe lo había hecho.

       Eso había sido un año antes de que el padre de Joe muriera de un disparo y dos años antes de que Joe entrara a trabajar para Don Dellasandro.

       Joe sabía que a su padre no le habría gustado, pero esperaba que hubiera entendido la decisión. Su padre, Charley D'Amato, había sido un padre comprensivo, en lo que respecta a los padres de la mafia. Había sido un padre estricto y sin pelos en la lengua, bastante libre con el cinturón, pero Joe siempre había sabido que lo querían.

       Mientras caminaba hacia su casa, miró al cielo nocturno, sin ver nada más que la gran luna llena que colgaba en lo alto.

       «¿Estás ahí arriba, papá? »preguntó. Su papá no dijo nada. No había ningún sonido en la calle. «Siento haberte decepcionado, papá. Nunca quise hacerlo. Pero después de que te fuiste, tuve que ganar dinero para cuidar de mamá y Debbie de alguna manera, y no tengo ninguna habilidad, papá. No tenía lo que llaman una habilidad comercializable. Lo único que sabía hacer era robar y reventar cabezas, así que puse eso en práctica y salí a buscar comida para nuestra familia». Joe siguió caminando, mirando al cielo. «¿Lo entiendes? Si lo haces, di algo. Cualquier cosa». Solo había silencio. Enfadado y decepcionado, Joe dio una patada a la nada. «Tal como me lo imaginaba» murmuró. «Estás muerto y te has ido».

       Siguió caminando, encendiendo otro cigarrillo mientras lo hacía. Le dio una sola calada y empezó a sentir ligeras gotas de lluvia en la piel. Eso no era bueno. Todavía le quedaban varios kilómetros por recorrer. La lluvia no se detuvo, pero tampoco aumentó. Se quedó en poco más que en una llovizna, lo suficiente para molestar. Al menos no era suficiente para apagar sus cigarrillos.

       Mientras caminaba, algo salió disparado de detrás de un coche aparcado, y lo sobresaltó. Era un gato, que corría como si su última vida dependiera de ello. Malditos gatos. A Joe nunca le habían gustado esas malditas cosas. Siempre se había considerado más bien un hombre de perros, aunque nunca había tenido una sola mascota.

       Caminó otra cuadra antes de escuchar el gruñido detrás de él. Sonaba como un maldito puma. Joe giró y miró hacia atrás con nerviosismo, pero no vio nada. Se le puso la piel de gallina y, aunque nunca lo hubiera admitido, el gruñido lo había asustado un poco. Aceleró y empezó a caminar cada vez más rápido. Tiró el cigarrillo a medio fumar mientras lo hacía.

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