El Martillo De Dios (La Saga De Hakon Libro 1) - Eric Schumacher
Traducido por Karlos San Pedro
El Martillo De Dios (La Saga De Hakon Libro 1) - Eric Schumacher
Extracto del libro
York, Engla-lond. Primavera, 927 D.C.
Hakon vio los cuerpos primero.
Había cinco, flotando en el aire como espectros, con el cuello doblado por donde las cuerdas los habían roto, su piel en descomposición negra y rezumando sobre sus huesos. Las bocas abiertas y las cuencas huecas de los ojos miraban el agua oscura por debajo de sus pies colgantes. Los cuervos se sentaban sobre sus rígidas extremidades, picoteando la carne podrida con sus picos afilados. A medida que el barco se deslizaba lentamente a través de la niebla, aparecieron más cadáveres, colgando de la horca del embarcadero a la altura de un hombre sobre el agua turbia.
Hakon cerró los ojos con fuerza para bloquear la horrible visión. Pero fue demasiado tarde; los cadáveres aparecieron detrás de sus párpados cerrados como fantasmas materializándose a través de una pared.
—Abre los ojos, muchacho —lo reprendió Hauk—. No hay nada que temer aquí. Estos se han ido al encuentro del Padre Todopoderoso en el Valhalla. Al menos no murieron en la cama.
Hakon hizo lo que le dijo y entrecerró los ojos por debajo de su flequillo rubio.
—Deja de esconderte, chico. ¡Abre los ojos!
Hakon se enfureció ante el tono del hombre:
—Soy un príncipe —murmuró—, no un chico.
Hauk miró su cargamento. —¡Entonces actúa como tal! Los príncipes que conozco no se acobardan ante la visión de la muerte.
Hakon frunció el ceño y fue en busca de un lugar mejor donde estar. Cerca del timonel encontró un lugar abierto y hundió su delgado cuerpo en la cubierta, haciendo pucheros.
El drakkar pasó lentamente por debajo de los cuerpos colgados mientras los tripulantes observaban en un silencio imperturbable. Todos eran guerreros, un grupo curtido en la batalla, escogidos para este viaje por el padre de Hakon, el rey Harald Fairhair. Si sintieron miedo o disgusto por los cadáveres, no lo manifestaron. Más bien, algunos trataban de adivinar cuánto tiempo los cuerpos habían estado en descomposición, mientras que otros bromeaban sobre cómo habían muerto. A Hakon ver todo esto le enfermaba.
—¿Quiénes son estos hombres muertos? — preguntó al timonel.
El timonel bajó la mirada: —Vikingos, supongo.
—Vikingos —se preguntó Hakon en voz alta— ¿Por qué estarían aquí?
—Durante muchos inviernos, esta parte del país y su ciudad principal, York, o Jorvik, como la llamamos los vikingos, estuvieron controladas por hombres del Norte. Daneses, en su mayor parte. La conquistaron cuando tu padre aún era un muchacho y la convirtieron en su capital en estos lares. Eso hasta hace poco tiempo. Athelstan, el rey sajón, acaba de cambiar todo eso. En un poderoso empujón, conquistó el norte de Engla-lond y arrasó el ejército del Norte. Estos hombres —señaló el timonel hacia los cuerpos colgantes— son el resultado de su victoria.
—¿Voy a ser entregado a alguien que hace tales cosas a los vikingos?
El timonel esbozó una sonrisa de dientes amarillos: —Sí. Pero no te preocupes. Solo tienes ocho inviernos. Creo que al rey no le divertiría mucho matarte.
Hakon apartó la mirada, no fuera que el timonel viera el miedo en sus ojos.
—¡Frogar! ¡Bjarni! ¡A las cuerdas!
Hakon asomó la cabeza por encima de la borda forrada de escudos y miró hacia adelante. A través de la espesa niebla gris apenas pudo distinguir a un grupo de hombres en un embarcadero, esperando la llegada del barco con los escudos levantados y las lanzas apuntando hacia el cielo. A la cabeza de ellos se encontraba una figura de complexión sólida con una espada al costado y un colorido escudo en la mano. —Milicianos —murmuró alguien, aunque en la niebla a Hakon le parecían fantasmas.
Hakon se había dicho constantemente durante el viaje que debía ser valiente cuando llegaran a la nueva tierra, pero la visión de la niebla, los cadáveres y ahora estos hombres extraños era demasiado. Él gimió involuntariamente, atrayendo miradas de reproche de quienes lo rodeaban.
Hauk agarró el cuello de la capa de Hakon y lo levantó violentamente: —Deja de castañetear los dientes, muchacho.
Cuando el barco se acercó al embarcadero, la tripulación volvió a meter los remos por los orificios de los remos y los dejó caer a cubierta. Frogar y Bjarni arrojaron sus cuerdas de piel de foca a dos milicianos que esperaban, quienes las enrollaron con fuerza alrededor de los enormes bolardos que flanqueaban el muelle. Otros colocaron una pasarela desde el embarcadero hasta la borda.
Hauk subió hábilmente por la pasarela y se dirigió al hombre del escudo de colores. Hakon escuchó solo fragmentos de su conversación. Se parecía a la lengua que hablaban en su país, un descubrimiento para el que no le habían preparado. Aunque no sabía qué esperar de estos hombres extraños, nunca se le había pasado por la cabeza que pudieran hablar un idioma similar al suyo.
La conversación fue breve; Hauk regresó momentos después. —Egil —le gritó al timonel—, tú y los que estáis en el timón de estribor permaneceréis aquí para proteger el barco. Los que estáis en el lado del muelle vendréis conmigo. Hakon, ven.
Hakon buscó en vano algo a lo que agarrarse. No quería ir. Aquí no había amigos. Ni parientes. Solo niebla y gente muerta… y temibles guerreros que colgaban a los vikingos como él.
—La cabeza alta, muchacho —le recordó Egil gentilmente—, eres el hijo de un rey.
Las palabras sacaron a Hakon de su miedo y reafirmaron sus débiles extremidades. Con los puños apretados a los costados, trepó por la pasarela hacia los escoltas que lo esperaban.
El embarcadero crujió bajo sus pies cuando el grupo se dirigió hacia la orilla. Una vez allí, Hakon tropezó y luego se corrigió rápidamente. Había sido un viaje largo, de casi media luna. Se había acostumbrado tanto al movimiento oscilante del mar que el suelo inmóvil le resultaba extraño bajo sus pies. Hizo una pausa para recuperar el equilibrio, luego siguió al grupo hacia la niebla ondulante.
Avanzaron por un camino entablado hacia donde parecía haber más actividad, aunque la densa niebla hacía difícil saberlo con certeza. Más de una vez, Hakon resbaló sobre los tablones húmedos mientras examinaba el mundo medio oculto. Habían entrado en Jorvik, eso lo sabía, pero más allá de eso, había perdido todo sentido de orientación. Voces incorpóreas lo rodearon. De vez en cuando, la sombra de una persona se cruzaba en su camino o aparecía un rostro, y luego se desvanecía con la misma rapidez en la niebla. Hakon podía ver los contornos de las viviendas, pero incluso aquellas parecían confusas, irreales.
El grupo se detuvo en una gran puerta que estaba custodiada por dos guerreros. El líder de la escolta se dirigió a uno de los guardias. El hombre gruñó algo y luego desapareció dentro.
—Espero que el rey sea tan hospitalario como dicen los hombres —bromeó uno de los tripulantes.
—Tendrás suerte de llevar las sobras a los pies del rey, Vikingo —respondió con un característico acento uno de los escoltas.
Antes de que el vikingo pudiera responder, Hauk se volvió hacia sus hombres: —Escuchad atentos —susurró—, entraremos de dos en dos. Cada hombre protegerá la espalda del otro. Los que entren primero serán los últimos en salir. Mantened vuestras espadas listas, pero fuera de la vista. Recordad, estamos aquí por un encargo de nuestro rey; no estamos aquí para luchar.
—Una lástima —intervino alguien.
De repente, la puerta se abrió de nuevo y el grupo fue conducido al salón. Hauk fue el primero, con su contramaestre a su lado y Hakon detrás.
Entraron en un inmenso salón. Las enormes mesas de roble llenaban todos los espacios vacíos del suelo cubierto de juncos. Tapices bellamente tejidos, espadas entrecruzadas, lanzas de mango largo y escudos con cicatrices de batalla se alineaban en las paredes de madera y las gruesas columnas. En el centro había dos de los hogares más grandes que jamás había visto; el humo de cada uno permanecía en las vigas por encima de su cabeza. Sobre uno de ellos, dos cerdos se asaban lentamente en un espetón, mientras que un caldero gigante descansaba entre las brasas del otro. El aroma del cerdo asado flotaba sobre el salón, mezclándose dulcemente con el de los juncos frescos y las cebollas hervidas. El estómago de Hakon gruñó.
En el extremo norte del salón estaba sentado un joven en un trono de roble intrincadamente tallado. Los hombres se sentaron uno frente al otro en dos bancos debajo de él. Se volvieron cuando los vikingos se adelantaron, pero no se levantaron.
—Dame tus armas —exigió un guardia.
—Venimos en paz —respondió rotundamente Hauk—. No pretendemos haceros daño, ni deseamos interrumpir vuestra reunión.
El guardia se volvió hacia el hombre que había encabezado el grupo de escolta y luego volvió a mirar a Hauk: —No puedes entrar sin…
—Déjalos pasar —dijo el joven del Trono—. Si usan sus armas, los mataremos.
El hombre asintió.
Hakon luchó por mantener el paso de Hauk mientras cruzaba la habitación. Contra las paredes, los guardias se movían nerviosos, apartando sus capas a un lado para mostrar sus espadas. Hakon vio que lo inspeccionaban y se obligó a mantener la calma. Cuando llegaron hasta el joven, Hauk se detuvo.
—Presentaos —los ojos oscuros y en alerta del joven mostraban los efectos del banquete de la noche anterior, pero sin embargo permanecieron atentos a sus visitantes, observando cada uno de sus movimientos.
—Yo te saludo, rey Athelstan.
—¿Quién eres tú?
—Mi nombre es Hauk Hobrok, campeón del gran rey del Norte, Harald Fairhair. Me ha enviado para darte las gracias por la hermosa espada que le enviaste el verano pasado.
Los ojos del rey Athelstan se posaron con curiosidad en Hakon. Después de un momento de pausa, Athelstan respondió: —La espada fue un regalo apropiado para un rey tan valiente como Harald.
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