Traducido por Diego Fernando Prado Riestra
Los Hijos de la Estrella Blanca - Linda Thackeray
Extracto del libro
Estaba de vuelta.
El mismo viento caliente y seco soplaba en sus mejillas mientras parpadeaba y renovaba su relación con este sueño familiar. Todo aquí siempre parecía nuevo, no importaba cuántas veces lo visitara. Quizás fuera porque el terreno parecía tan extraño, con cosas nuevas por descubrir.
El cielo azul siempre fue lo primero que le llamó la atención.
La mayor parte de su vida se había despertado a un cielo de color ámbar, calentado por el brillo de un sol naranja oscuro alrededor del cual Brysdyn orbitaba. El brillo le quitaba el aliento. El azul parecía un color tan poco natural. A lo largo de su carrera militar nunca había visto otro mundo como este.
El azul era para los océanos y los paisajes helados, no para el cielo.
Sin embargo, este era uno de los muchos enigmas que había en este lugar. Los campos dorados que se extendían por el paisaje, con alguna que otra mancha de verde, era otro. Siempre pensó que el amarillo o marrón en una planta significaba vegetación moribunda, calcinada al calor de un clima ardiente. Sin embargo, al mirar la tierra que tenía ante él supo que estaban sanas. Los tallos se erguían majestuosos a la luz del sol, orgullosos y desafiantes contra el viento que suavemente los invitaba de doblarse.
Emitían un olor peculiar, desconocido, pero extrañamente relajante. Un rescoldo de reconocimiento chispeó en su mente, pero su luz fue tan tenue que los fragmentos desaparecieron antes de que tuviera el sentido común suficiente para unirlos. Pequeños granos de polen, transportados por la brisa, bailaban en el aire. Oyó ruidosas charlas de extraños pájaros blancos con crestas amarillas que volaban por el cielo, gorjeando con voces casi humanas.
¿Cómo había llegado a estar este mundo en su cabeza? ¿Era una amalgama de lugares que conjuró su psique? ¿Era todo aquí una pieza simbólica en un rompecabezas irrealizado de su subconsciente?
Hubo un cambio visible, una caída repentina de la temperatura. El problema con el cielo azul era que cuando hacía frío parecía más oscuro. En lo alto, las nubes blancas se tornaron de un gris ominoso, que le recordaba al humo. El viento se convirtió en un vendaval, sacudiendo violentamente a los bailarines de polen, transformando su elegante actuación en un frenética dispersión.
Sabía lo que se avecinaba. La calma momentánea siempre le hacía olvidar, pero en cuanto la tempestad azotaba la tierra como un dios vengativo, él recordaba lo que venía después.
Que representaba esto, él deseaba saberlo, desesperadamente. Desde el principio había provocado un miedo tan intenso, incomparable con nada de lo que había experimentado en su vida. Garryn no era un cobarde ni ajeno a las cosas más terribles de la vida, y era más que capaz de resistir su miedo, pero cuando las explosiones comenzaban deseaba poder correr y esconderse bajo una roca.
La explosión inicial lo obligó a arrodillarse. Incluso en un sueño, años de servicio militar superaron el terror y se hicieron cargo. Los vio venir por encima de él, formas oscuras y malignas, como aves de presa, que se lanzaban en otra pasada. La forma hizo otra corrida, pero él sabía que no era el objetivo.
Quería algo más, algo escondido.
Nunca supo que buscaban, solo que dejarían el campo dorado en llamas y encenderían el cielo para encontrarlo. Las hermosas aves blancas cayeron al suelo carbonizado, sus prístinas plumas blancas ennegrecidas por el hollín y la suciedad. Sus ojos empezaron a llorar y sus pulmones ardían a medida que el humo consumía el aire fresco y el calor le surcaba la piel.
Quería despertar y estar lejos antes de que este sereno lugar se desintegrara aún más, pero algo siempre lo retenía. No, se dio cuenta, algo no. Alguien.
En el momento en que pensó en ella, apareció.
Parecía necesitar conjurarla en su mente antes de que ella apareciera. La joven tenía el pelo tan claro y dorado que era casi blanco. La luz del sol rebotaba en el a pesar de la destrucción que la rodeaba. Su piel era broncínea y, mientras corría por las llanuras ardientes, se veía como un espíritu de fuego indomable.
Nunca se despertaba antes de su llegada.
Sus ojos azules escudriñaban los campos, siempre buscando, llenos de miedo, no aterrorizados por las cosas voladoras que hacían llover muerte desde el cielo, sino por otra cosa. Algo alimentaba su determinación de seguir adelante, a pesar de su ansiedad. Era una búsqueda inútil en ese caos de fuego y humo. Incluso él se daba cuenta. Pero ella seguía adelante, firme en su negativa a ceder. Estaba impulsada por algo más grande que la preservación de su vida.
Ella gritó un nombre, pero él nunca podía oírlo. Vio la desesperación en sus ojos, montada a horcajadas del pánico, cuando ella empezaba a darse cuenta de que podría no llegar a encontrar lo que estaba buscando. Lágrimas rodaban por sus mejillas, creando senderos a través de su hollinada piel. Él quería ayudar, pero como en tantas otras ocasiones, no pudo llegar a ella a tiempo.
Descalzo y aún en ropa de cama corrió hacia ella, tratando de llegar a ella antes de que lo inevitable los tomara a ambos.
Llegó en la forma de una demasiado familiar explosión final. Detonó dentro de su cráneo cuando todo el ruido y el color del ataque sobrecargaron sus sentidos. Le siguió un breve grito, el único sonido que le había oído producir en ese lugar.
Sin aliento, la alcanzó en el lugar donde siempre parecía encontrarla. Como en esas tantas otras veces, nada cambió cuando se acercó a ella. Las llamas del campo ardiente se elevaban sobre ellos y la nube humeante era tan espesa que hacía difícil ver el cielo. El mundo se convirtió en una neblina de humo bilioso y calor invasor.
Una lenta vena de rojizo río se deslizó hacia sus pies descalzos, su calor manchando sus plantas. No retrocedió, ni se dio la vuelta. Esto era necesario para el ritual, un juicio que debía durar hasta que la pesadilla lo liberara. Tal vez todo lo que necesitaba para irse, para despertarse, era verla primero.
Sus vacíos ojos azules miraban a la nada mientras su dorado pelo se cubría de sangre. Venas carmesí surcaban sus mejillas, entremezclándose con suciedad y lágrimas secas. Su cara tenía una expresión de enfado, como si la Muerte fuese una invitada a cenar que llegara temprano. Su pecho portaba la herida mortal. Su carne carbonizada seguía chisporroteando, la energía aún no disipada del todo de la explosión que había recibido.
La oleada de dolor y angustia que se elevaba desde su interior era como un maremoto de fuerza inquebrantable, y gritó.
Gritó la única palabra que nunca podía recordar cuando se despertaba.
*********
Garryn se sentó en su cama.
Por un momento esperó encontrarse rodeado por las llamas y el humo de su sueño. Como siempre, cada vez que intentaba recordar la sustancia del sueño, el recuerdo huía de su mente. Para cuando se dio cuenta de que estaba despierto, estaba con el pulso acelerado luchando por recordar a causa de qué.
Respirando profundamente, se pasó los dedos por el pelo, quitándose los efectos residuales de la pesadilla. A pesar de la fría noche, sus sábanas permanecían pegadas a su piel. Durante mucho tiempo, una sensación de estar perdido e incertidumbre lo poseyó, antes de que se convirtiera en frustración. Este era el mismo sueño de casi todas las noches desde su regreso a casa y, si el patrón se mantenía, no dormiría el resto de la noche.
Después de un esfuerzo inútil tratando de desafiar las probabilidades e intentar de todos modos, decidió levantarse de la cama. Todavía estaba oscuro afuera. El reloj en la pared le dijo que el amanecer no estaba lejos. Hacía años que no veía el amanecer en Brysdyn y aún más tiempo que no estaba en casa para apreciarlo.
"Luces".
"Luces activadas".
Los controles ambientales computarizados respondieron con una voz calmada y femenina, inundando la habitación con suave luz ambiental.
La vista de esta habitación todavía lo sacudía.
Habría preferido volver a la suya, pero la elección ya no era suya. La habitación era una suite y estaba adosada a un balcón que daba al patio de abajo. Albergaba antigüedades y arte inestimable de una docena de mundos y lucía telas tanto lujosas como elegantes. Garryn se sentía como la última pieza de una exposición de museo.
Se levantó de la cama y se envolvió con una bata antes de salir al balcón. Necesitaba llevar el aire de la noche a sus pulmones y escapar del pánico que subía de sus entrañas. La decisión de trasladarse a la residencia oficial del Primero nunca se había sentido tan claustrofóbica.
Garryn se apoyó en la empalizada de mármol y vio el glorioso amanecer. Aún estaba oscuro, pero el profundo cielo ámbar revelaba un cálido día por delante. La suite del Primero estaba situada en las plantas superiores del Domicilio y ofrecía una vista panorámica de la ciudad.
Paralyte dormía debajo de él, lo que le hacía sentir envidia de su capacidad para dormir. La capital le recordaba a una antigua viuda que se sentaba en el centro del Imperio Brysdyniano. Hogar del Emperador y del Primero, su supuesto heredero, había sido inmortalizada en prosa, teatro y arte desde los Primeros días del Imperio. Los Primeros colonos, saliendo del Éxodo, habían elegido este lugar para construir su nuevo asentamiento, tras haber alcanzado esta parte de la galaxia.
El Imperio había comenzado en esta ciudad.
Ahora, la joya era un manto de oscuridad, su vida revelada solo por el brillo de las luces de los rascacielos a través del cielo. Garryn amaba Paralyte. Le gustaba pasear por sus pabellones, paseos, museos y sus parques. Se puede hacer un día de paseo de viajar en tren flotador desde un extremo al otro de la metrópoli, bajando sólo cuando algo de interés se encuentra a lo largo de la ruta.
A su madre le encantaban los bazares e hizo que él también los amara. Le gustaba caminar por los puestos, aspirando el aroma de las especias de lugares exóticos. Uno podía escuchar a los comerciantes durante horas, regateando mientras vendían sus mercancías a astutos clientes que venían de todos los rincones del Imperio. Cuando eran niños, Aisha les había traído a él y a su hermana para explorar los mercados. Hacían estos viajes en el anonimato, porque creía que las mejores gangas se hacían cuando los vendedores ambulantes no sabían que era la esposa del Emperador.
Ella ya se había ido, y Garryn aún la echaba de menos. Estar de nuevo en casa sin que su madre lo recibiera era casi tan desconcertante como dormir en una habitación lo suficientemente opulenta como para ser un museo. Fue un tonto al creer que la vida podría ser la misma, dado el acercamiento de la Ceremonia de Ascensión. El hecho de que estuviera en esta habitación ridículamente lujosa era una prueba de ello.
Durante la última década de su vida, Garryn había desempeñado el papel de soldado. Al incorporarse a las filas como un recluta más, sus camaradas no tenían idea de su verdadera identidad, y él lo prefería así para evitar cualquier trato especial. Le gustaba ser soldado y se habría conformado con seguir siéndolo, si no fuera por las responsabilidades de su puesto.
Siempre estuvo orgulloso de ser el hijo del Emperador. No porque su padre fuera el gobernante de Brysdyn, sino porque era un buen hombre y un mejor padre. Los había guiado a través de sus años más turbulentos y se había ganado la eterna devoción de su pueblo en el proceso. Fue difícil para su familia no compartirlo. Después de la pesadilla del Azote, la familia se convirtió en la preocupación singular de cada uno de los brysdynianos, e Iran no era diferente. Atesoraba a los suyos como un regalo precioso.
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