Para Los Que Se Atreven - John Anthony Miller
Traducido por Francisco Bueno Anaya
Para Los Que Se Atreven - John Anthony Miller
Extracto del libro
Kirstin Beck, con su pelo rubio desparramado sobre la almohada y presa del desasosiego, seguía despierta. Era una decisión difícil, meses de trabajo, un camino que, una vez tomado, cambiaría más vidas que la suya propia. Algunos saldrían adelante, alcanzarían destinos ignotos, mientras otros se enfrentarían a destrucciones o se verían sorprendidos por una espiral giratoria imposible de desencorvar. Aquella sobrecogedora tranquilidad se vio empañada por el tictac de un reloj que vivía sus últimas horas hasta el amanecer. Se acercaba el momento de actuar.
Acomodándose para que los muelles no chirriasen, sacó cuidadosamente su esbelta figura del colchón. Hizo una pausa, se sentó al borde de la cama y dio oídos a la respiración acompasada de su marido supino a su lado. Una vez segura de no haberlo perturbado, se puso en pie, permaneció inmóvil un instante y salió de puntillas de la habitación al pasillo.
Le lanzó una nueva mirada para asegurarse de que aún dormía antes de dirigirse al baño, despojarse del camisón y ponerse aprisa unos pantalones brunos deportivos y una chistera gris. Abrió la puerta del ropero hasta alcanzar la parte del fondo de la repisa detrás del montón de toallas para sacar una pequeña cartera. En su interior llevaba sus documentos personales: certificado de nacimiento, tarjetas de identificación, números de teléfonos importantes y dinero —marcos alemanes y dólares americanos—, que guardó y ocultó concienzudamente a su marido. Encogiéndose al rechinar levemente los goznes, cerró la puerta con cuidado para no hacer ruido, retrocedió unos pasos en el pasillo, se desplazó con sumo cuidado en la oscuridad y se detuvo en la puerta del dormitorio.
Su marido, al envés de ella, dormía aún en ronquidos casi imperceptibles que acompasaban su respiración antes de mascullar quién sabe qué en sueños. Creyó advertir mover su brazo y su mano palpar el espacio vacío que ella dejó al abandonar la cama, pero se retorció, levó su cabeza de la almohada y se reacomodó. Quietamente pasaban los segundos y, casi sin aliento, se apartó de la puerta. Los resortes de la cama chirriaban tal cual el peso de su marido cedía para luego quedar todo en un silencio irrumpido por el movimiento de las manillas del reloj. Aguardó un poco más y echó un vistazo por la jamba.
Estaba echado de costado, de cara a la puerta, sin que ella llegase a ver si tenía los ojos abiertos o cerrados. Miró la hora en su reloj, consciente de que no debía esperar mucho más y, confiada de que el viejo suelo de madera no crujiese, se apresuró en franquear la puerta.
El silencio reinaba. Él, al no decir nada, supuso que seguía durmiendo. Dudó un instante, solo para estar segura, y salió sigilosamente al pasillo hasta las escaleras. Se mantuvo junto a la pared al descender los escalones donde estos eran más resistentes y bajó con sumo cuidado peldaño tras peldaño. Al encontrarse a medio camino de la bajada, hizo un alto y dio oídos, pero ningún ruido procedía del dormitorio. Bajó lo que le quedaba de escaleras hasta el primer piso, cruzó el vestíbulo y echó una ojeada en el salón. Era posible distinguir en la oscuridad la radio junto al tocadiscos. Una pila de elepés amontonados, todos americanos: Patsy Cline, Shirelles, Roy Orbison, los Platters, entre sus posesiones más preciadas. Por un breve instante, se le pasó por la cabeza llevárselos, al tiempo que se convencía de que se trataban de unas pertenencias fáciles de reemplazar. Había mucho más en juego. Entró en el comedor y luego en la cocina para coger su bolso de la mesa, sobre la cual dejó una nota que sacó de su mochila.
Escrito días antes, explicaba la razón de su ida, del porqué no le quedaba otra y cuán mejor sería para los dos. Consciente de ese modo cobarde que ponía fin a su relación con él, no podía arriesgar a contárselo. Él era convincente y resolutivo, que daría su parecer y suplicaría, hasta que poco a poco ella se resistiese hasta ya no existir. Había que proceder así, en la nocturna oscuridad. Abrió la puerta con cuidado, se detuvo y echó un último vistazo a lo que había sido su hogar antes de poner un pie afuera.
Con apenas diez grados, la noche era fría para ser agosto. Luego, cruzó el pequeño patio por detrás de la última de las viviendas adosadas. Más parecía un jardín que un césped. Con cada flor apiñada como pudo en un espacio reducido, plasmó un caleidoscopio de colores en un paisaje parduzco. Ahora iba a echarlo de menos. Pero, del mismo modo que podía comenzar una nueva vida, más flores podría plantar.
Su angosto patio terminaba en una vieja valla oxidada de hierro forjado bordeado de maleza que marcaba el límite de un cementerio y un sendero que conducía a las lápidas, tumbas y mausoleos. Lo anduvo siguiendo la verja y cruzó una franja de césped entre su vivienda y la vecina Iglesia de la Reconciliación[i]. Ocultándose en la oscuridad, próxima al enorme edificio de ladrillos dominado por espirales y ventanas arqueadas, fue acercándose lentamente a la parte de atrás. Con solo una tenue luz de la luna menguante, se percató de lo lóbrega que estaría la carretera adyacente. Vaciló, preguntándose por qué las farolas estaban apagadas, al igual que cuando oía el tictac de su reloj y el ruido monótono de su nevera al salir de su cocina.
Ignorando lo que fuese, presentía que algo no iba bien. Dejó las sombras que proyectaban la iglesia y se deslizó sigilosamente en el cementerio que se extendía por detrás. Lo circundaban arbustos y árboles, secuelas de un lugar antaño hermoso caído en desgracia, casi tanto como el resto de Berlín Este. Muchas tumbas eran viejas, lápidas desgastadas, separadas por senderos peatonales, sucios, espaciados uniformemente entre ellos. Kirstin pisaba con tiento, moviéndose de tumba en tumba, hasta encontrarse a medio camino del cementerio atraviesa antes de verlos, siluetas primero, y luego más claras conforme más se aproximaba.
Algunos soldados alemanes del Este, espaciados por cuatro o cinco metros de distancia entre ellos, aguardaban en la linde del cementerio. Otros, en pares, susurraban en corrillo, llegando a ver el tenue destello de un cigarrillo que uno de ellos sostenía en su mano antes de llevárselo a la boca. Sus uniformes, al camuflarse con la oscuridad, apenas eran visibles. Tanteó la ristra de soldados, alongados como una cinta bidireccional, e intuyó que algo iba mal.
En la distancia, diez metros de donde se encontraban los militares parados, había una pared de piedra de apenas noventa centímetros de alto, la cual marcaba en límite con el cementerio. Tan solo tenía que llegar a ella, treparla y ya quedaba libre, integrada en Occidente como tantos otros habían hecho antes que ella. Pero, aquella noche, atípica, una primera línea de soldados fronterizos aguardaba en la oscuridad, esperando quién sabe qué.
Alemania y la ciudad de Berlín habían quedado divididas desde la II Guerra Mundial: la Oriental comunista, administrada por los rusos; y la Occidental libertada, controlada por franceses, británicos y norteamericanos. Kirstin vivía en Berlín Oriental, en la mitad rusa, y su abuela en Berlín Occidental, en la sección francesa. Los ciudadanos siempre habían disfrutado de libertad de movimiento entre los sectores, aunque muchos de los que iban a Occidente, jamás regresaban. Nunca antes pareció importar, mas reparó en una sensación de vacío que tal vez ahora importase.
Llegaba a oír el zumbido de la maquinaria, lejano primero y más ensordecedor después. Curiosa de lo que acaecía, atisbó por detrás de un mausoleo. Un motor, un camión o algún tipo de vehículo, el ruido se aproximaba. Se detuvo y ojeó por la parva pared de piedra a solo veinte metros de distancia que unos soldados de a pie ante ella custodiaban. ¿Debía arriesgar al escapar, atravesar el cementerio corriendo, pasar los soldados y saltar la pared con la esperanza de que no la atraparan?
El ruido se avecinaba y, antes de pasar a la acción, la frontera se bañó de luces. Lindando con el camposanto había un camión aparcado con un reflector en la parte trasera que proyectaba una potente iluminación a lo largo de la pared, justo en la senda de Kirstin. Se agachó y se ocultó conforme más soldados y obreros uniformados emanaban del vehículo. Desilusionada y asustada, se retiró para ocultarse tras arbustos y lápidas, escurriéndose por un penumbroso camino de vuelta a casa.
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