Sin Lugar Para El Arrepentimiento (Dinastía Bartlett Libro 1) - Janeen Ann O'Connell
Traducido por JC Villarreal
Sin Lugar Para El Arrepentimiento (Dinastía Bartlett Libro 1) - Janeen Ann O'Connell
Extracto del libro
Él quería dos cosas: que se le quitaran los grilletes de los tobillos y las muñecas, y matar al viejo tramposo, mentiroso y malvado que lo puso aquí. James Tedder temblaba; las cadenas alrededor de sus muñecas traqueteaban.
Hacía un frío mortal- lo normal para un invierno en Londres - pero ni siquiera el aire frío y húmedo podía diluir el hedor. Hacía que sus ojos lagrimearan; podía saborearlo. ¿Era el propio casco de la prisión, el agua sobre la que flotaba, los hombres amontonados en cada espacio disponible, o una combinación de todo? Vomitó en sus pantalones y zapatos.
"Nimporta que le hagas a tus pantalones, convicto," se rió un guardia, "los perderás pronto de todos modos.”
James Tedder cojeó a lo largo de la cubierta del buque prisionero Retribución con los otros 50 o más hombres con los que había viajado desde la cárcel de Newgate. El peso de los grilletes hacía que le dolieran los brazos y sus piernas anhelaban la capacidad de dar poderosas zancadas, en lugar de arrastrarse como un indefenso e impotente. Los guardias manipularon y empujaron a los hombres hasta que se convencieron de que la línea de almas destartaladas cumplía con los requisitos. Una por una sus cadenas fueron desbloqueadas. Tedder frotó sus muñecas, tomándola una a la vez para masajearlas.
"¡Desnúdense!” Aulló un guardia.
Confundidos, los convictos se miraron unos a otros. Estaba helada la cubierta de este viejo barco; el viento se burlaba mientras los azotaba. El guardia chasqueó un látigo mientras volvía a gritar la orden, al mismo tiempo que le arrojaba unos ropajes grises y ásperos a Tedder.
"¡Dije que se desnuden!”
Tedder se quitó su otrora hermosa chaqueta, limpia camisa y sus pantalones y zapatos cubiertos de vómito. Se paró con los otros convictos, temblando, desnudo, esperando que le tallaran la piel con un cepillo de cerdas duras y le cortaran el pelo casi hasta el cuero cabelludo. Mirando con nostalgia hacia la orilla del Támesis y hacia Woolwich, Tedder sintió que la bilis volvía a revolverse en su estómago; esta vez llevaba consigo la comprensión de lo que iba a ser de él. Le faltaba un año más de su entrenamiento, con planes de ser un maestro hojalatero él mismo, pero la "justicia" intervino. Pensó que esa vida le pertenecía a otro.
Una bota en su trasero desnudo y la risa estridente de los guardias trajo a Tedder de vuelta a la realidad. Un guardia calvo y desdentado lo empujó hacia el barril de agua. Tropezó con la cubierta resbaladiza y fría, teniendo dificultad que sus pies congelados obedecieran las instrucciones de su cerebro; yendo pesadamente hacia el barril de agua, se las arregló para entrar. Un convicto tomó el jabón cáustico y el cepillo, luego restregó a Tedder hasta que pensó que debía parecer a una langosta hervida, mientras que otro tomó su cabello, alguna vez bellamente peinado y arreglado. El viento burlón volvió a jugar con él, picándole las orejas y el cuello y así sin tener un espejo, Tedder supo que le habían cortado el cabello lo más corto que las tijeras permitían.
"Sal de ahí, convicto", gritó el guardia mientras le arrojaba una ropa gruesa y gris. "Tienes 10 segundos para ponértelas o serán mías.
Vestidos con pantalones y una camisa que les arañaba y rozaba la piel, los condenados se acurrucaban juntos, con los dientes castañeteando, los brazos apretando sus torsos tratando de encontrar calor. Los guardias con palos volvieron a empujar al desdichado grupo en una fila. Tedder los vio venir, la bilis se deslizó desde sus entrañas hasta su garganta y le dolían los tobillos por anticipado; le volvieron a colocar las cadenas, pero esta vez sus muñecas se salvaron de ello.
De pie, mirando tranquilamente las gastadas tablas de la cubierta bajo sus pies, reflexionando sobre la pérdida de identidad y dignidad, Tedder sintió el salvaje golpe de un garrote en la espalda. Sacó el aire de sus pulmones y sus piernas se desmoronaron y cayó de rodillas. Los convictos de ambos lados lo levantaron y lo pusieron de nuevo en la fila. Luchando por mantenerse erguido y respirar al mismo tiempo, se arrastró con los otros hombres hacia un profundo agujero negro en medio del viejo barco.
Por favor Dios, que no sea allí a donde vamos. En esta ocasión, como en tantas otras recientemente, Dios no pareció escucharlo.
Bajando la escalera, los prisioneros trataron de evitar los golpes arbitrarios de los guardias. Llegando a la bodega de abajo, la mayoría se acobardaban, ninguno con la fuerza necesaria para el desafío.
Le tomó tiempo a James Tedder adaptarse a la oscuridad; pensó que nunca se acostumbraría al hedor. Él requería cada onza de fuerza de voluntad para mantener las lágrimas en el margen, pero logró detenerlas, y giró cuando James Blay le dio una palmada en el hombro.
"¿Cómo lo llevas, Tedder, mi muchacho?" sondeó a Blay, un compañero de celda de la cárcel de Newgate. “Aquí abajo está oscuro y apestoso. Supongo que nos acostumbraremos a ello. Tiene que ser mejor que estar colgado de una cuerda".
"¿Estás seguro de eso? Tedder preguntó. "Así como lo veo ahora, colgar de una cuerda podría ser un mejor final.”
“Es fácil de verlo así ya que no tienes una esposa e hijos en los que pensar, Tedder. Te sentirías diferente sobre ser colgado del cuello cuando tienes una familia que cuenta contigo".
Tedder entendió el alivio de Blay al no enfrentarse al verdugo y en cambio ser transportado a otra parte, pero no compartió su optimismo.
“Nos mantendremos juntos Tedder; trataremos de entrar en el mismo grupo de trabajo y dormir cerca de cada uno. Tenemos que protegernos el uno al otro de los guardias y de los otros convictos; te robarán todo lo que tengas. Si uno de nosotros se enferma, ayudamos al otro.”
A Tedder le pareció que Blay lo tenía todo planeado; era veinte años mayor y estaba listo para hacerse cargo de protegerlos a ambos. No estaba seguro de necesitar un protector; sin embargo, necesitaba un amigo, y ésta era una oferta de amistad.
Cuatro guardias se movieron por la cubierta de la prisión agitando garrotes, golpeando a los hombres indiscriminadamente. "Se deben alinear a los lados, convictos. Háganlo rápido”, gritó el guardia con menos dientes. Tedder sabía que los dientes podridos eran una señal de tomar demasiado ron. También sabía que debía hacer lo que le decían, y mantener la cabeza agachada si no quería una paliza o peor, un azote con el látigo de nueve colas.
"Métanche a las celdas", amenazó el guardia, "apúrese." Tedder, en su mente, lo llamó ‘Chimuelo’.
Veinte a la vez, los hombres fueron agrupados en celdas lo suficientemente grandes para albergar solo de ocho a diez. Dos hombres compartían un espacio para dormir, con una manta desgastada entre ellos. El que Tedder compartía con Blay tenía el olor a vómito rancio. Los guardias aseguraron las puertas, las escotillas se cerraron y una desesperada oscuridad envolvió a los hombres.
La única luz visible los espiaba a través de las pequeñas grietas del viejo casco del barco. Sin nada que comer, una delgada manta para compartir con Blay, y una constante batalla para evitar que las ratas se arrastraran por su cara; James Tedder no durmió.
El primer día completo en la prisión Retribución comenzó con un desayuno de la cebada hervida más gruesa que Tedder había visto. De nuevo, la bilis se deslizó por su garganta mientras trataba de forzarse a comer. No pudo.
Después del desayuno, a las siete de la mañana, con cadenas que se movían alrededor de sus tobillos, cada convicto que fuera capaz subió la escalera a la cubierta y se trepó a las barcazas, para ir a tierra firme a trabajar en el Arsenal Real en el lado sur del río Támesis. A cada grupo de veinte convictos se le asignaba un guardia con un arma.
Los prisioneros cojeaban uno detrás de otro hacía el cobertizo de trabajo que apestaba casi tanto como el casco. Tedder pudo identificar el sudor, la orina, la suciedad, el polvo y la fuerte peste del metal oxidado. Esperaba que el trabajo aliviara el terror y le diera algo más en qué pensar, pero el supervisor que le ponía el látigo en la espalda le otorgó un nuevo enfoque a su miseria. Se dobló mientras el dolor reverberaba desde su espalda hasta su pecho, y bajaba por sus brazos. Tropezar con el hombre de delante le salvó de caer boca abajo en las pilas de metal en el suelo.
Luchando por respirar, con el dolor en su espalda pulsando y aumentando con cada paso, Tedder finalmente tomó su lugar en el banco, de pie, encadenado por los tobillos, listo para desportillar viejas balas de cañón.
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