El festín del cuervo (La Saga De Hakon Libro 2) - Eric Schumacher
Traducido por Karlos San Pedro
El festín del cuervo (La Saga De Hakon Libro 2) - Eric Schumacher
Extracto del libro
El Vik, verano, 935 d.C.
Hakon se arrodilló ante el ancho tronco de un arce y agarró la cruz que colgaba de su cuello.
Cerrando los ojos irritados por la falta de sueño, trató de recordar una oración que había aprendido en la corte cristiana de su padre adoptivo, el rey Athelstan, pero no lo consiguió. Al contrario, imágenes no deseadas ni bienvenidas invadieron sus pensamientos. Imágenes de Erik y su hacha de guerra ensangrentada. El rostro carmesí de Gunnar rugiendo mientras decapitaba al joven que le había clavado una lanza. El brillo de la espada de Ivar mientras cortaba el cuello de Aelfwin y su vida se derramaba, oscura y horrible, sobre las manos de su asesino. Llegaban rápidamente, una tras otra, desinhibidas; y con la misma rapidez, los ojos inyectados en sangre de Hakon se abrieron para borrarlas.
Durante tres días —desde la batalla contra Erik— las visiones habían abordado a su joven cerebro. Llegaban en los momentos de silencio para atormentar sus pensamientos y robarle la paz. Cuando descansaba. Cuando dormía. Cuando oraba. Imágenes escalofriantes que variaban en su horror, pero cuya vivacidad nunca flaqueaba. Luchar contra ellas era como luchar contra la niebla.
—Te lamentas de tu propia suerte, muchacho.
Hakon se estremeció ante la repentina voz que escuchó a su lado, y su mano instintivamente se dirigió a agarrar su seax, pero solo era Egil Woolsark, el anciano líder de su guardia doméstica. Había sido una vez un guerrero de renombre en el ejército de Harald, el padre de Hakon. Ahora servía a Hakon y era el único hombre a su servicio al que se le permitía llamar «muchacho» a su rey adolescente. Usualmente usaba el término de forma cariñosa, a menos que involucrara al Dios cristiano, como lo hacía ahora.
Egil hizo un gesto de desaprobación al ver la cruz en la mano de Hakon, movimiento que desplazaba los mechones blancos de su cabello para revelar por un instante su calvo cuero cabelludo: —El campo de batalla pertenece a Odín, no a tu Cristo Blanco.
Hakon le fulminó con la mirada. Era una grieta común entre ellos, y estaba cansado de la burla de Egil: —Guarda tus palabras para el más allá, Egil.
Egil resopló y cambió de tema: —El enemigo se está moviendo.
Hakon tiró de sí mismo para ponerse de pie. Aunque solo había visto catorce o quince inviernos —de los cuales había perdido la cuenta—, su cuerpo se sentía mucho más viejo. La batalla contra su hermano Erik lo había golpeado y magullado, y la posterior marcha hacia la costa había cargado sus extremidades, una realidad que se hizo aún más evidente a medida que seguía a Egil a través del bosque hacia el campamento enemigo.
Egil se arrodilló al borde del bosque y Hakon cayó a su lado. El campamento estaba a la distancia de un tiro de flecha, a pocos pasos tierra adentro desde una pequeña playa. Era un campamento rudimentario, base de una retaguardia heterogénea cuya misión era proteger los barcos que se balanceaban sobre las olas cercanas. Dentro de la empalizada protectora del campamento, los guerreros se apresuraban a desmantelar sus tiendas de campaña y recoger sus cofres. Las mujeres del campamento ayudaban a recoger los víveres.
Hakon miró al enemigo con frialdad. No sentía remordimiento alguno por su inminente destrucción. La aplastante pérdida de Aelfwin lo había inmunizado contra tales sentimientos. Además, había empujado a su ejército con insistencia para llegar a este lugar; no podía negarles las armas, armaduras y brazaletes de los guerreros enemigos, porque eran el botín de la victoria. Tampoco dejaría que estos hombres sin nombre tomaran los barcos varados en la orilla, especialmente el que solía pertenecer a su padre. Dreki, o Dragón, era su nombre. Incluso desde esta distancia, Hakon podía ver sus altos laterales y su proa extendiéndose sobre las otras naves que descansaban a su lado.
—Deberíamos atacar ahora, mientras todo sigue siendo un caos —gruñó Egil.
—Sí. Traedlos hacia aquí —respondió Hakon.
Egil mostró una sonrisa llena de dientes podridos y se fue a preparar a los hombres, incluidos los aliados de Hakon, los Jarl Sigurd y Tore.
Poco a poco, sus guerreros se arrastraron por el bosque y se diseminaros a ambos lados de Hakon, con sus armas desenfundadas pero manteniéndolas bajadas. Nadie llevaba casco o armadura de metal por miedo a que el sonido y el brillo alertaran al enemigo. Dentro del campamento, los guerreros eran ajenos al peligro, ya que todos estaban decididos a irse.
Hakon desenvainó su seax y apretó su empuñadura de cuero. Tenía una hoja más corta que su espada larga, a la que había bautizado como Quern-biter, y era un arma mejor para luchar de cerca desde la pared de escudos. Lentamente deslizó su brazo por las correas de su escudo, haciendo una mueca de dolor mientras su magullado antebrazo se deslizaba por la madera. Exhaló lentamente, preparándose para el próximo derramamiento de sangre.
— ¡Atacad! —llegó la orden de Egil desde algún lugar entre los árboles.
Las flechas volaron a través del aire de la mañana, buscando su presa con un travieso siseo. En el campamento, tres guerreros cayeron redondos al suelo. Otros dos agarraron las saetas que ahora sobresalían de sus extremidades. Los gritos hicieron añicos la calma de la mañana. Las gaviotas se dispersaron con chillidos airados.
Hakon cargó desde el sotobosque mientras una segunda oleada de flechas enviaba aún a más hombres a la muerte. Con el escudo en alto y la espada corta lista, corrió, su dolorido cuerpo lleno ahora de adrenalina y con su grito de batalla uniéndose a los gritos de sus hermanos de armas que cargaban a su lado. Por delante de él, el amigo de Hakon, Toralv, partió con su hacha la soga que mantenía la puerta cerrada. Hakon abrió la puerta de un golpe y cargó hacia el campamento, escudo en alto, listo para las saetas que sabía que llegarían. Y ciertamente llegaron. Una flecha rebotó en el armazón de su escudo y fue a parar a la hierba junto a sus pies. La siguió una lanza, estrellándose contra el centro de su escudo y enviándole una puñalada de dolor a través de su antebrazo. Se liberó de ella y siguió adelante.
— ¡Pared de escudos! —gritó Hakon a sus hombres.
Con la habilidad que les daba la práctica, el grupo delantero se reunió a su lado, superponiendo sus escudos con el suyo. A su derecha estaba Egil. A su izquierda, el joven gigante Toralv. Detrás de ellos, el segundo grupo levantó sus escudos y se preparó. Los hombres del Jarl Sigurd se abrieron en abanico a su derecha. La línea de Tore se movió a la izquierda. Ante ellos, el enemigo se reunió alrededor de su líder, una bestia de hombre que llevaba solo una espada y un escudo y no llevaba ni armadura ni yelmo. También formaron una pared de escudos, aunque frente al ejército de Hakon, resultaba patéticamente pequeño. Sin embargo, no les faltó coraje. Golpearon sus armas contra los armazones de los escudos e instaron a los atacantes a responder y a morir a espada.
— ¡Adelante! —gritó Hakon.
Sus hombres avanzaron, sus escudos cerrados y sus armas listas para atacar. El enemigo dio un paso atrás, retrocediendo con sorprendente orden. Las mujeres del campamento se dispersaron como ratas en un salón en llamas. Algunas se dirigieron hacia los barcos. Otras buscaron la seguridad de los árboles. El ejército de Hakon las ignoró, concentrándose en cambio en la amenaza que se alineaba ante ellos.
— ¡Más rápido! —imploró Hakon. No podía dejar que llegaran a las naves. Sus naves.
Los guerreros de Hakon empezaron a trotar, haciendo todo lo posible para mantener sus escudos en posición. El enemigo continuó su retirada. Algunos de sus guerreros menos experimentados rompieron filas y corrieron hacia las naves. El líder gritó para que los demás mantuvieran la formación. No era un hombre que tuviera miedo a morir, porque a pesar del grupo abrumador que se le acercaba, mantuvo a sus hombres concentrados y preparados.
Las dos formaciones se encontraron con un estruendoso choque que resonó a través de la playa. Hakon miró el joven rostro del guerrero que tenía ante él. Después de la batalla, recordaría que había miedo en los ojos del muchacho, pero en el fragor de la batalla tales cosas no se tenían en cuenta —lo único que importaba era sobrevivir—. Así que Hakon dirigió su ataque sobre el borde de su escudo hacia esa cara. Su espada golpeó algo, aunque no sabría decir qué, porque todo era caos y empujones. Tiró de su seax hacia atrás justo cuando una punta de lanza se deslizó por encima de su hombro. Siguió el filo de un hacha, que se enganchó en la parte superior de su escudo. Hakon retrocedió bruscamente, tirando del portador del hacha hacia adelante y haciéndole perder el equilibrio. Egil rebanó con su espada el muslo del guerrero. Mientras el hombre se tambaleaba, Toralv macheteó su cuello y el guerrero cayó muerto a los pies de Hakon.
Hakon se subió encima del cadáver, ajustó su escudo con el de Toralv de nuevo, y continuó presionando hacia delante. A su lado, Egil rugió mientras hacía descender su espada sobre la cabeza expuesta de un hombre, partiendo en dos su cráneo.
Un grito de alegría se escuchó de repente y Hakon se aventuró a echar un vistazo. El líder enemigo había caído, y también lo había hecho su estandarte. El muro de escudos enemigo se desmoronó y los hombres rompieron filas y huyeron. El ejército de Hakon los persiguió, rebanando la espalda de los desafortunados cobardes que llegaban a la orilla o intentaban subir a bordo de las naves. Un grupo de guerreros siguió luchando alrededor del estandarte, pero cayeron demasiado pronto bajo los implacables filos de sus asaltantes. El ejército de Hakon trepó rápidamente a las naves, atacando a las mujeres y a los pocos hombres que intentaban protegerlas, porque el frenesí de la batalla estaba sobre ellos ahora y nada los detendría hasta que su ira y lujuria fueran saciadas.
Hakon se quedó observando un momento y luego dio la espalda a la escena. Detrás de él se alzaban los gritos de los moribundos y de aquellas que estaban siendo violadas. Bloqueó su pensamiento, con la única intención de librarse de la sangre que se aferraba a su piel y de respirar profundamente un aire que no estuviese ensuciado por la muerte.
Tirando a un lado su maltrecho escudo, se arrodilló sobre la orilla de guijarros junto al mar y sumergió sus manos en el agua fría. Se restregó la suciedad y la sangre de la cara y los juveniles bigotes que ahora crecían desde su mandíbula, dándose cuenta con frialdad de que, por primera vez, no había vomitado después de una batalla. Aunque si eso contaba como madurez o insensibilidad, no podía decirlo, ni deseaba saberlo.
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